sábado, 23 de marzo de 2013

Aires de primavera

En Faenza ya se respira el verano. O tal vez exagere y sea simplemente la primavera.
La primavera se siente a la noche, esa mezcla dulzona de polen y hierba verde fresca. Es como despertar después de un largo descanso: los pies cosquillean, las piernas se estiran y la piel se eriza otra vez. El sol ilumina de otro modo, acaricia apenas pero es más constante, no quema pero aún así está presente. 

Salí a dar una vuelta con la angustia y la tristeza que me abrumaban el pecho, me subían despacio por la garganta hasta quedarse atoradas en mi boca, sin poder liberarse o sin quererlo tal vez. Las calles de Faenza me parecían raras, distintas a como las había dejado la última vez: el verde empezaba a teñir las copas de los árboles y de los balcones se asomaban los rojos y amarillos, tímidos o precavidos, no sabría decir bien. 
Veía el renacer de la naturaleza delante de mí y se me ocurrió pensar en si realmente todo lo que parece terminar se acaba definitivamente. ¿A dónde van a parar aquellas emociones que nos erizaron la piel tantas (o algunas?) primaveras atrás? ¿Se efumaron en la nada de un día para el otro, o se fueron desgastando, deshojando, amarronando hasta caer al suelo y convertirse en polvo? 

Pero de ese polvo nacen flores hermosas.
 
¿Y el ciclo natural de las cosas es que esa belleza se expanda, viva, crezca y luego muera? ¿Cuando se acaba lo que un día fue vivo y latía, gemía y se estremecía, morimos también un poco nosotros? Y qué de los miedos, el maldito ego, las frustraciones: ¿acaso también desaparecen para siempre?

Tal vez renazcan con cada primavera, como las flores hermosas después del crudo invierno, del polvo caído disfrazado de lágrimas. Y ahí están, siempre vuelven. 

Rosa china