miércoles, 18 de julio de 2012

De idas y vueltas, de la mano de Cortázar

El otro día mientras leía Rayuela, me pasó lo que me pasa cada vez que alguien habla sobre el desarraigo de aquel que se va: me sentí identificada. En realidad, el texto que estaba leyendo se refería a aquel que regresa después de mucho tiempo y la mezcla explosiva de emociones que eso conlleva. Horacio, de vuelta en Argentina, siente eso que sentimos muchos que nos fuimos y que alguna vez regresamos, sin poder ser los mismos de antes.


Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido. Ya vegetaba con la pobre y abnegada Gekrepten en una pieza de hotel frente a la pensión "Sobrales" donde revistaban los Traveler. Les iba muy bien, Gekrepten estaba encantada, cebaba unos mates impecables, y aunque hacía pésimamente el amor y la pasta asciutta, tenía otras relevantes cualidades domésticas y le dejaba todo el tiempo necesario para pensar en lo de la ida y la vuelta, problema que lo preocupaba en los intervalos de un corretaje de cortes de gabardina. Al principio Traveler le había criticado su manía de encontrarlo todo mal en Buenos Aires, de tratar a la ciudad de puta encorsetada, pero Oliveira les explicó a él y a Talita que en esas críticas había una cantidad tal de amor que solamente dos tarados como ellos podían malentender sus denuestros. Acabaron por darse cuenta de que tenía razon, que Oliveira no podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires, y que ahora estaba mucho más lejos del país que cuando andaba por Europa. Sólo las cosas simples y un poco viejas lo hacían sonreír: el mate, los discos de De Caro, a veces el puerto por la tarde.


Esa relación un poco patológica de "amor-odio" que tengo con mi país me lleva a pensar (y a decir) todo el tiempo cosas tal vez un poco hirientes para los demás. Me cuesta vivir en la provincia de Buenos Aires y no odiarla: la suciedad que hay en las calles me enferma, las actitudes de las personas frente a eso me descolocan, la falta de honestidad que noto en las mismas personas que se viven quejando de la corrupción y de la inseguridad me indigna. No puedo ser indiferente a todos estos sentimientos, porque son míos, naturales y sinceros. Europeizada, italianizada, he escuchado de todo. 

Congreso de la Nación - Buenos Aires. (bsz, 2012)

Cortázar es Oliveira, en su exilio voluntario y su tortuoso vínculo afectivo con Buenos Aires. Trato de imaginármelo a Cortázar viviendo en París, siendo feliz recorriendo sus calles y sus bares, escribiendo en el Jardin des Plantes, fumándose un cigarrillo mirando el Sena. Feliz, pero añorando algo, Buenos Aires tal vez. 
No puedo tener la certeza de lo que escribo, es una de las tantas fantasías mías, creer por un segundo que en mi otra vida nos conocimos y supe qué sentía él, y cómo vivió su desarraigo. Lo único que puedo hacer es imaginarme situaciones, sentimientos, escenas casi oníricas. Y leer su legado. Como estas dos poesías que encontré en internet de Cortázar sobre la relación que tienen los que se van con su querida patria:


LA PATRIA

Esta tierra sobre los ojos,
este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles,
esta noche continua, esta distancia.
Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba,
pobre sombra de país, lleno de vientos,
de monumentos y espamentos,
de orgullo sin objeto, sujeto para asaltos,
escupido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,
repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando
de babas y estupor canchas de fútbol y ringsides.

Pobres negros.

Te estás quemando a fuego lento, y dónde el fuego,
dónde el que come los asados y te tira los huesos.
Malandras, cajetillas, señores y cafishos,
diputados, tilingas de apellido compuesto,
gordas tejiendo en los zaguanes, maestras normales, curas, escribanos,
centroforwards, livianos, Fangio solo, tenientes primeros,
coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos,
bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos,
secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco,
contraflor al resto. Y qué carajo,
si la casita era su sueño, si lo mataron en
pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva.

Liquidación forzosa, se remata hasta lo último.

Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía,
te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña
envuelto en la bandera que nos legó Belgrano,
mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate
con su verde consuelo, lotería del pobre,
y en cada piso hay alguien que nació haciendo discursos
para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos.
Pobres negros que juntan las ganas de ser blancos,
pobres blancos que viven un carnaval de negros,
qué quiniela, hermanito, en Boedo, en la Boca,
en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera,
en los ranchos que paran la mugre de la pampa,
en las casas blanqueadas del silencio del norte,
en las chapas de zinc donde el frío se frota,
en la Plaza de Mayo donde ronda la muerte trajeada de Mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking,
vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga,
tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas,
tango, coraje, puños, viveza y elegancia.
Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado
en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo
saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga,
no te metás, qué vachaché, dale que va, paciencia.
La tierra entre los dedos, la basura en los ojos,
ser argentino es estar triste,
ser argentino es estar lejos.
Y no decir: mañana,
porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara
(el poncho te lo dejo, folklorista infeliz)
me acuerdo de una estrella en pleno campo,
me acuerdo de un amanecer de puna,
de Tilcara de tarde, de Paraná fragante,
de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos
quemando un horizonte de bañados.
Te quiero, país, pañuelo sucio, con tus calles
cubiertas de carteles peronistas, te quiero
sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho,
nada más que de lejos y amargado y de noche.


EL ENCUBRIDOR

Ese que sale de su país porque tiene miedo,
no sabe de qué, miedo del queso con ratón,
de la cuerda entre los locos, de la espuma en la sopa.
Entonces quiere cambiarse como una figurita,
el pelo que antes se alambraba con gomina y espejo
lo suelta en jopo, se abre la camisa, muda
de costumbres, de vinos y de idioma.
Se da cuenta, infeliz, que va tirando mejor, y duerme
a pata ancha. Hasta de estilo cambia, y tiene amigos
que no saben su historia provinciana, ridícula y casera.

A ratos se pregunta cómo pudo escapar todo ese tiempo
para salirse del río sin orillas, de los cuellos garrote,
de los domingos, lunes, martes, miércoles y jueves.
A fojas uno, sí, pero cuidado:
un mismo espejo es todos los espejos,
y el pasaporte dice que naciste y que eres
y cutis color blanco, nariz de dorso recto,
Buenos Aires, septiembre.

Aparte que no olvida, porque es arte de pocos,
lo que quiso, esa sopa de estrellas y de letras
que infatigable comerá
en numerosas mesas de variados hoteles,
la misma sopa, pobre tipo,
hasta que el pescadito intercostal se plante y diga basta.

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