domingo, 8 de septiembre de 2013

Por la noche, deshoja margaritas

Las agujas del reloj cortaban el silencio de la noche en pedacitos pequeños, fastidiosos. Tic-tac, tic-tac. Todo así, minuto tras minuto. Sus ojos abiertos, cansados y húmedos, se cerraban apenas para imaginar momentos lejanos en el tiempo. ¿Tanto tiempo había pasado? No lo creía. Ella, envejecida en sus años más jóvenes, yacía junto a él, cansado también, dormido. Miraba su piel bronceada, ya no tan joven, pero fuerte igual; ¿cuántas lágrimas mías te dormiste sin siquiera darte vuelta y preguntarme, un gesto, una caricia...? Ella se sorprendió al pensar que si hubiera tenido una margarita aquella noche, ahí en sus manos, blanca como todo lo fue al inicio, fresca y verdadera, ella habría podido saber, tener la certeza, que él la amaba. No le importaba realmente si él la seguía amando, no creía en esa concepción del amor: él la amaba o no la amaba. La quiere o no la quiere. Simple. La verdad de su destino, aquella flor le hubiera dado una pista, un indicio, alguna esperanza. Se rió, ahogando el llanto, por una estupidez tan grande. Lo cómico de la situación parecía aliviar su pena, y entonces sucedió: finalmente ella cerró sus ojos pensando que mañana sería otro día y que, como dice una amiga suya, las cosas no se resuelven en una noche (aunque...); él pareció sentir la serenidad de ella y, aún dormido, se dio vuelta, acercó su rostro al de ella y la besó, con cariño, con amor, con paz. Ella sonrió en la oscuridad, juntos se tomaron de la mano y se quedaron dormidos, cansados, felices por una noche. [Continuará]

foto google

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